La ilustración y el problema del anacronismo
Autor> Oscar Senonez / La ausencia de ilustraciones en este artículo es intencional.
Hace algunos años asistí a una charla sobre pinturas rupestres dictada por una especialista en el tema. En un momento de su exposición, con total naturalidad, afirmó que aquellas pinturas podían considerarse una forma primitiva de ilustración. Recuerdo con claridad la incomodidad inmediata que me produjo esa afirmación. No por un afán polémico ni por desmerecer el valor simbólico, cultural o antropológico de esas imágenes —valor que es incuestionable— sino porque, desde el punto de vista del oficio, esa afirmación me resultaba conceptualmente incorrecta.
No intervine en la charla. Pero esa frase quedó resonando durante años. No porque fuera provocadora, sino porque condensaba un problema mucho más profundo: el uso indiscriminado del término ilustración para nombrar cualquier imagen que comunique algo.
Ese desliz semántico no es menor. Nombrar mal una cosa es no comprenderla del todo.
No toda imagen que "ilustra" es ilustración
El error habitual consiste en pensar que ilustrar es simplemente representar visualmente una idea, una historia o una experiencia. Bajo ese criterio, toda imagen producida por el ser humano sería ilustración: desde una pintura rupestre hasta una obra abstracta contemporánea. Pero ese razonamiento diluye por completo el concepto y lo vuelve inútil.
Ya lo mencioné antes, y vale repetirlo: todo arte es ilustrativo, pero no por eso es ilustración.
Toda ilustración es una imagen.
Pero no toda imagen es ilustración.
La ilustración no se define por su potencia expresiva ni por su capacidad simbólica. Se define por su función, por su relación con otro contenido y por su condición de oficio. Se define por sus compañeros y por lo que llamo la cadena ilustrativa (ver artículos anteriores). Y es justamente allí donde las pinturas rupestres quedan fuera.
A todo esto debo añadir un elemento más, fundamental para terminar de precisar el concepto: la intención.
La intencionalidad
La incorporación de la intencionalidad como elemento definitorio de la ilustración —esa voluntad explícita de comunicar algo específico, claro y "luminoso" (en el sentido etimológico de illustrare: aclarar, hacer visible)— es una extensión lógica de todo lo que vengo planteando.
La intencionalidad no es simplemente "querer hacer algo". Es una intención concreta y clarificadora. El ilustrador busca iluminar un contenido, no oscurecerlo; reducir ambigüedades innecesarias, no amplificarlas por mero impulso expresivo.
Las pinturas rupestres —y otras manifestaciones de arte primigenio— pudieron haber sido expresiones rituales, instintivas, simbólicas o emocionales. Pero no existe evidencia verificable de que hayan sido concebidas con la intención de aclarar un contenido para un lector o espectador específico.
Toda intención que hoy les atribuimos —narrar una caza, transmitir un mito, enseñar una técnica— es, en gran medida, una proyección interpretativa moderna. No hay pruebas fehacientes de que su autor haya dicho: "voy a representar esto para que otros lo comprendan sin dudas".
Esto mismo puede extenderse a otras formas de arte autónomo: pintura de caballete, arte conceptual, arte abstracto. Pueden ser profundas, complejas y valiosas, pero si su intención es exclusivamente expresiva, provocativa o autorreferencial, no estamos ante ilustración.
El ilustrador, en cambio, al aceptar un encargo, asume la responsabilidad de comunicar con claridad. Prioriza el mensaje por sobre el ego, y el sentido por sobre la ambigüedad gratuita.
El problema del anacronismo
Considerar a las pinturas rupestres como ilustración implica aplicar una categoría moderna a un fenómeno que no la necesita ni la admite. Es un anacronismo conceptual.
Las pinturas rupestres:
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no acompañaban un texto
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no iluminaban un contenido externo
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no respondían a un encargo
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no tenían un público definido en sentido comunicacional
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no estaban condicionadas por un soporte elegido estratégicamente
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no tenían un propósito editorial, narrativo o informativo
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ni podemos afirmar con certeza la intencionalidad de su autor
Eran otra cosa. Profundamente humanas, rituales, simbólicas, mágicas, territoriales. Pero no ilustración.
Forzar su inclusión dentro de la historia de la ilustración es construir una genealogía artificial.
Esto no desmerece en absoluto a las obras que precedieron a la ilustración. Todo lo contrario. Cuando se aborda la historia de la ilustración es imprescindible mencionar a sus antecedentes. La ilustración no aparece de la nada: emerge al final de un largo desarrollo para cumplir una función específica.
Una objeción aparente
Algún "astuto" lector podría objetar mi criterio de la intencionalidad mencionando lo siguiente: «Hoy tampoco es posible saber con certeza la intención de un ilustrador; no lo oímos decir explícitamente: "voy a representar esto para que otros lo comprendan sin dudas"».
La crítica parece equilibrar la balanza: si en las pinturas rupestres la intención es oscura por falta de evidencia, ¿por qué no aplicar la misma duda a cualquier ilustrador contemporáneo o histórico?
La respuesta es sencilla: porque confundimos dos tipos de opacidad radicalmente distintos.
En las pinturas rupestres no existe contexto verificable alguno. No hay encargo documentado, no hay brief, no hay correspondencia, no hay bocetos descartados ni feedback de un "cliente". Toda intención que atribuimos —enseñar una técnica de caza, invocar fertilidad, marcar territorio— es hipótesis arqueológica, proyección moderna sobre un vacío absoluto.
Ejemplo cotidiano: un ilustrador recibe el texto de un cuento infantil y el editor le indica "necesitamos que esta escena del lobo sea aterradora pero no traumática para niños de 6 años". Esa restricción es la prueba irrefutable de que la intención no es expresarse libremente, sino iluminar el texto con claridad dentro de parámetros definidos. Ese contexto simplemente no existe en las pinturas rupestres. No hay brief prehistórico, no hay editor chamánico, no hay cadena comunicativa documentada. Lo único que tenemos son las imágenes y nuestras interpretaciones modernas.
En cambio, cuando un ilustrador acepta un trabajo, la intencionalidad clarificadora está inscrita en el proceso mismo. No hace falta oír la frase mágica: el brief editorial, el storyboard aprobado, las correcciones ("esto no se entiende", "el personaje debe transmitir tal emoción sin ambigüedad"), el contrato que define restricciones de estilo, público y soporte... todo eso constituye evidencia objetiva y abundante de que la voluntad del ilustrador no es expresarse libremente, sino iluminar un contenido ajeno con la mayor claridad posible.
La obra final también deja huellas: composiciones que guían la mirada, reducción deliberada de ruido visual, adaptación al ritmo narrativo del texto. Si el resultado oscurece en lugar de aclarar, el editor lo rechaza o pide cambios. Esa es la prueba palpable de la intención.
Equiparar ambos casos es, precisamente, el anacronismo que denuncio: juzgar fenómenos prehistóricos sin documentación con las mismas exigencias que aplicamos a un oficio moderno mediado por contratos, modificaciones y objetivos comunicacionales claros.
La intencionalidad del ilustrador no es un misterio metafísico. Está documentada en el encargo, en el proceso y en el resultado funcional. En las cuevas, solo tenemos la imagen y nuestra interpretación. Esa diferencia no es sutil: es abismal.
Ilustrar no es solo expresar: es decidir
La ilustración no nace del impulso expresivo puro, sino de la toma consciente de decisiones dentro de un marco de restricciones. Por eso sostengo —y repito— que saber dibujar o pintar no convierte a nadie en ilustrador. Y por eso también sostengo que no toda imagen histórica puede ser absorbida sin más por la historia de la ilustración.
Llamar ilustración a aquello que no lo es no amplía el campo: lo desdibuja.
Nombrar bien para entender mejor
Negar que las pinturas rupestres sean ilustración no es un gesto de desprecio, sino de precisión. No las empobrece: las devuelve a su verdadero lugar. Y, al mismo tiempo, permite comprender qué hace realmente un ilustrador y por qué la ilustración es, en esencia, un oficio.
La ilustración no comienza con la primera imagen de la humanidad.
Comienza cuando la imagen acepta no ser el centro y asume la responsabilidad de iluminar algo más.
Nombrar con precisión no limita al oficio: lo vuelve visible.
A partir de esta discusión propuse —y sigo sosteniendo— una división histórica conceptual simple que permite entender cuándo una imagen puede comenzar a ser considerada ilustración en sentido pleno.
Pero de eso hablaré en un próximo artículo.
